Hace unos días publicamos un artículo dedicado al Aprendizaje Basado en Proyectos (APB), una metodología que se está extendiendo gracias, en parte, al impulso de la actual legislación educativa. El método parece en principio adecuado para avanzar en varios de los objetivos que tiene hoy la escuela, como que los estudiantes aprendan a ser más autónomos, a trabajar en equipo, y a planificar su propio proceso de aprendizaje. Pero al mismo tiempo, la investigación realizada hasta el momento no es concluyente sobre hasta qué punto el APB resulta efectivo.
Ello puede deberse a que todavía no se han desarrollado las herramientas adecuadas para medir sus potenciales beneficios de forma sistemática y a una escala amplia. Crearlas no parece sencillo, aunque tampoco imposible; la última edición del Informe PISA, la gran evaluación internacional, evaluó por primera vez el pensamiento creativo de los estudiantes de 15 años en 81 países.
La falta de información aconseja, en todo caso, ser prudentes, especialmente en las primeras etapas educativas, donde el método más tradicional de la instrucción directa —que no debe considerarse sinónimo, afirma Marta Ferrero, de “clase magistral con papel pasivo de escucha de los niñas y las niñas”, sino de metodología en la que el docente planifica “de principio a fin los objetivos que va a perseguir con el alumnado, qué tareas va a utilizar para lograrlos, cómo va a graduar la dificultad de menor a mayor dificultad, cómo va a recoger sus conocimientos previos antes de comenzar la enseñanza de esos conceptos y habilidades”, etcétera— sí ha demostrado su eficacia para que los chavales aprendan, al menos, las competencias digamos más académicas.
En todo caso, como en cualquier otro ámbito educativo -y, en general, de la vida-, si un centro decide implantarlos, lo suyo es procurar hacerlo bien. El reportaje incluía un ejemplo que no era precisamente el caso. Pero se detenía sobre todo a explicar el cuidado con el que el ABP se ha implantado en el instituto público Jaume I de Borriana, en Castellón. Sin dejar de tener clases más tradicionales (de instrucción directa), los estudiantes realizan en él varios proyectos por curso. Muy estructurados entre primero y tercero de la ESO, y con una mayor capacidad de decisión de los estudiantes en cuarto. Los proyectos están dirigidos, en cada caso, por dos docentes de disciplinas distintas, que trabajan conjuntamente en clase, han optado voluntariamente por esa metodología, y conocen muy bien la materia —realizan el mismo proyecto seis veces a lo largo del curso en los distintos grupos del nivel al que están asignados, adaptándolos, eso sí, a las características del grupo clase—.
Antes de ponerlos en marcha, hace ocho años, los responsables del centro visitaron otros centros educativos de la Comunidad Valenciana, Cataluña, Madrid y el País Vasco donde ya trabajaban así. “Y después llamamos a esos expertos y vinieron a darnos formación a nuestro instituto durante otro año”, me explicó la directora del Jaume I, Regina Rodrigo. En ese tiempo, fueron concretando sus propios proyectos, cuya temática —las energías limpias y la movilidad sostenible; los estereotipos de género; los hábitos alimentarios saludables…— se inscribe en el proyecto educativo general del centro. Y al curso siguiente los implantaron en primero de la ESO, y a partir de ahí fueron subiendo cada año de nivel.
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