Este es el boletín de la sección de Madrid de EL PAÍS, que sale dos veces por semana. Los martes llega al buzón de los lectores a las seis de la tarde (a las tres en verano) con la firma de Miguel Ezquiaga, que durante un mes estará de vacaciones y será sustituido por diferentes compañeros. Los viernes la entrega está dedicada a propuestas para el finde, llega a mediodía y la firma Héctor Llanos Martínez. Si no estás suscrito, puedes apuntarte aquí.
Querida lectora, querido lector:
Descubrir el cine de verano al llegar a Madrid, sobre todo para mí, que vengo de fuera, me resultó una experiencia fascinante. Para mí, el plan combina la oferta y la energía de una gran ciudad con la familiaridad de los pueblos. Porque el cine de verano es lo mejor de los dos mundos: la vitalidad urbana y la ceremonia sencilla de la sábana, la butaca plegable y el bocadillo. El cine de verano, ese invento humilde y generoso, lleva décadas devolviendo la ciudad a los barrios. Plazas que se convierten en salas, abuelos que llevan a los nietos a ver el último estreno de Disney, parejas que se besan entre los pies de los demás, la sensación de que nadie ha cobrado por ver cómo se apaga el calor. Esa rutina sigue siendo hermosa y, a pesar de los pesares, profundamente pública.
En La Bombilla late una historia que resume el ADN del cine de verano. David Lluesma, director del Fescinal, contó en una entrevista a este periódico hace unos años que el festival fue creado por sus padres en 1984 como Festival de Cine Imaginario y de Ciencia Ficción, y que con los años fue mudándose del Retiro al Templo de Debod, y de ahí a Las Ventas hasta asentarse, desde hace 25 años, en una arboleda junto al parque del Oeste. Con dos pantallas enfrentadas, proyectores potentes y una programación que alterna clásicos, estrenos y sesiones infantiles, Fescinal ha conservado ese carácter popular que ha conquistado ya a más de medio millón de madrileños que han pasado por sus salas veraniegas.
Con una ventaja más. Mientras las grandes empresas han aumentado el precio de la experiencia de ir al cine hasta conseguir su objetivo de vaciar las salas casi por completo, en los últimos años las entradas de este cine de verano se han movido en cifras que para el bolsillo medio resultan asequibles: cuatro euros en temporadas pasadas, 5,50 euros en otras y en torno a seis euros en años recientes. Un aumento, visto en números fríos, que no borra la realidad: el cine de barrio sigue siendo uno de los últimos planes populares que resisten en una ciudad que cobra mucho por casi todo. Veremos lo que dura.
No conviene romantizar sin mirar la deriva. Mientras la sábana se iza en la plaza, en otras alturas de la ciudad el cine al aire libre ha sido fagocitado por otro mercado: las azoteas de hotel reconvertidas en experiencias para quien puede pagar. No es lo mismo ver una película con el vecino de toda la vida que asistir a una cena-maridaje alrededor del proyector. crónicas recientes recogen propuestas de lujo en las que una noche puede costar 25 euros, 36 o lo que se tercie. De hecho, en paquetes gastronómicos y recintos de alta gama, las cifras pueden superar con creces esa horquilla: hay ciclos que llegan a rondar los 255 euros por persona cuando se incluyen menús y servicios exclusivos.
La comparación duele en lo cotidiano: por el precio de una butaca en una de esas azoteas de supuesto diseño se puede llevar a una familia entera al cine de verano del barrio y seguir manteniendo un plan que hace la ciudad más humana, más culta. No es solo una cuestión económica, pues aquí hay en juego política y símbolos. Cuando la oferta cultural se convierte en producto de consumo exclusivo, el mapa del ocio se transforma y lo que antes ocurría en la plaza pasa a ser un eslogan vacío en la web de un hotel, una oportunidad más para que vean y se dejen ver quienes dedican su vida solo a eso. Las azoteas tienen menús diseñados y una clientela poco dispuesta a desplazarse. Las sábanas y las sillas plegables, en cambio, no tienen equipos de marketing detrás porque funcionan solo con la fuerza de los permisos municipales, el voluntariado y los profesionales que aman su oficio. Sí, de esto último también queda.
La turistificación de una ciudad cada vez menos pensada para quien habita en ella tiene consecuencias evidentes. Las programaciones municipales y las iniciativas de centros culturales sufren para asegurarse derechos de exhibición, equipos y personal, y en algunos distritos se perciben recortes en subvenciones o cambios de formato que obligan a poner precio donde antes había entrada libre o de precio simbólico. El resultado es una ciudad sin ocio para casi nadie.
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