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¡Hola! ¿Cómo estás?
Hoy es mi primer día de trabajo después de las vacaciones. Y os voy a ser sincera: ha sido un verano regulero. Seguro que no soy la primera ni la última que no recordará unas vacaciones como lo que se supone que tienen que ser: alegría, música, descanso, viajes, tranquilidad y todo eso que se nos viene a la cabeza cuando evocamos el verano… Le pasa a mucha gente, cada año. Además de todos aquellos que ni siquiera tienen vacaciones, claro. En estos ratos de calor asfixiante he pensando mucho en cómo identificamos el verano con las vacaciones y las vacaciones con todas esas experiencias positivas. Y qué pasa cuando no se cumplen las expectativas, por muy diferentes razones.
Vuelvo al trabajo y mi compañero Pablo Cantó (¡gracias!) me cuenta que este año hemos publicado varios artículos relacionados con el malestar que nos puede llegar a provocar no tener el verano deseado. Algunos como estos:
El otro día me hicieron notar que se está poniendo de moda odiar públicamente el verano. Que no cuenten conmigo para eso: pienso ilusionarme cada junio con los días largos y las promesas estivales. Pero me quedo con algo que me dijo una amiga y que creo que pega mucho en Correo Sí Deseado: “A mí ya me gusta más uno de esos domingos de invierno con sol en Madrid que un día de verano como estos”. Es una frase que puede entenderse como un síntoma de hartazgo ante el calor y la carga mental que para mucha gente supone este periodo. Pero también -y eso me interesa más- es una promesa de los días buenos que vendrán.
Seguimos. Venga, ¡que ya es martes!
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