Augusto Pinochet, el déspota que gobernó Chile durante 17 años, fue detenido en un hospital de Londres ocho años después de dejar el poder, cuando un celador —chileno como él— lo reconoció en la puerta y puso en aviso a las autoridades. El dictador, el mismo que en su día intentó imponer "su voluntad de permanecer en el poder hasta borrar en la memoria de las nuevas generaciones el último vestigio del sistema democrático" —como contaba Gabriel García Márquez en este periódico—, había llegado al Reino Unido para atenderse dolores de viejo, oculto bajo un seudónimo con el que huía de las más de 40.000 víctimas, que, con sus familiares, exigían justicia.
Este martes, fue aquella ilusión de justicia la que se renovó con la detención de Rodrigo Duterte. El expresidente de Filipinas fue arrestado y puesto a disposición del Tribunal Penal Internacional (TPI), que lo acusa de haber dirigido el llamado Escuadrón de la Muerte con el que, con el pretexto de una ofensiva antidrogas, promovió la ejecución extrajudicial de decenas de miles de personas. Duterte, que animaba a sus soldados a disparar a las guerrilleras en la vagina porque sin ella “son inútiles” y a los ciudadanos a asesinar a sus vecinos si eran "delincuentes", ha encontrado en la jurisdicción penal internacional el castigo que rehusaban imponerle en su país, donde Sara, su hija, es hoy la vicepresidenta.
La justicia es "la reina de las virtudes republicanas", afirmaba el libertador Simón Bolívar, porque con ella "se sostienen la igualdad y la libertad". En el boletín de hoy, daremos un recorrido por la justicia universal que esta semana se anotó un triunfo —de los muchos que le faltan— para que nuestro mundo sea más igualitario y libre.
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